Humildad y Quebrantamiento
La humildad es un virtud esencial en la vida.
Humildad: reconocer lo que somos, sin exagerar ni minimizar. La persona humilde tiene conciencia de sus habilidades y capacidades propias, y como no tiene nada que demostrar, está mas abierta a aprender y reconocer sus errores, así como a apreciar el valor de las otras personas.
Del otro lado del horizonte está su enemigo: el orgullo.
El tirano más grande conocido por la humanidad, pecaminoso y patológicamente egoísta, que se exalta a sí mismo y vive en cada uno de nosotros. Cuando el orgullo está enfocado hacia adentro, nos esclaviza a las percepciones y a la búsqueda del éxito, la belleza, la competencia, la seguridad, y una reputación codiciada. Y en el proceso nos agobia con cargas que no podemos soportar. Cuando fallamos, nos presiona para mentir y engañar de manera que escondamos aquello por lo que sentimos vergüenza (u orgullo) de admitir. Cuando está enfocado hacia afuera, acumula grandes cargas (“se enseñorea”) sobre otros. Es por eso que Dios misericordiosamente se opone a nuestro orgullo (1 Pedro 5:5).
Dios odia el orgullo (Pr 6:16–17). Odia al orgullo con Su corazón, lo maldice con Su boca y lo empuja con Su mano (Sal 119:21; Is 2:12; 23:9).
En Marcos 10:42-45 Jesús nos instruye diciendo: “Ustedes saben que los que son reconocidos como gobernantes de los gentiles se enseñorean de ellos, y que sus grandes ejercen autoridad sobre ellos. Pero entre ustedes no es así, sino que cualquiera de ustedes que desee llegar a ser grande será su servidor, y cualquiera de ustedes que desee ser el primero será siervo de todos. Porque ni aun el Hijo del Hombre vino para ser servido, sino para servir, y para dar Su vida en rescate por muchos”.
¿Hay liberación en convertirse en un siervo, incluso en un esclavo, de todos los demás? ¿Él nos hace libres (Juan 8:36) para ser esclavos?
El llamado de Jesús a ser siervos es un llamado a la libertad (por paradójico que suene). Es libertad de la presión de tratar de ser lo suficientemente bueno, y de la vergüenza de no ser lo suficientemente bueno. Nos libra de la tendencia tiránica que tenemos de manipular a otros para que sirvan a nuestros orgullosos deseos.
Cuando nuestra imagen propia que se cree del tamaño de Dios se encuentra con nuestras capacidades y fracasos del tamaño de un hombre caído, nos volvemos esclavos de pecados impulsados por orgullo, en un vano intento por cruzar la brecha. Pero al abrazar la humildad de siervo demostrada por Jesús, nos deshacemos del yugo insoportablemente pesado de la servidumbre a tal pecado, y tomamos el fácil yugo de Jesús que son la fe y el amor empoderados por la gracia, pues Dios realmente da gracia a los humildes (1 Pedro 5:5).
Ante esto Jesús nos da una promesa de gracia: “Y cualquiera que se engrandece, será humillado, y cualquiera que se humille, será engrandecido” (Lucas 14:11). Y nos recuerda que Él vino a nosotros “como uno que sirve” (Lucas 22:27), y que deberíamos tener esta mentalidad también: “No hagan nada por egoísmo o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de ustedes considere al otro como más importante que a sí mismo” (Filipenses 2:3).
Si has de mortificar tu orgullo mundano y vivir en humildad piadosa, mira a tu Salvador, cuya vida, dice Calvino, fue una serie de sufrimientos. Cuando el orgullo te amenaza, considera el contraste entre una persona orgullosa y nuestro humilde Salvador. Converge con Isaac Watts (1674–1748):
Cuando estudio la maravillosa cruz,
en la que el príncipe de gloria murió,
cuento mi ganancia más grande como pérdida
y derramo desprecio en todo mi orgullo.
Dejar a un lado el peso de querer ser grandes ocurre cuando quitamos la atención a nuestros logros, nuestro estado, y nuestra reputación y la enfocamos en Cristo —específicamente en las personas en la iglesia, a menudo en “los más pequeños” (Mateo 25:40), a quien Cristo pone ante nosotros hoy para servir. No solo nos obliga este servicio a poner el amor en acción, sino que también nos libera de la tiranía del orgullo absorto en sí mismo y nos permite experimentar la profunda y gozosa realidad de que “es mejor dar que recibir” (Hechos 20:35).
Recuerda diariamente que «antes del quebrantamiento es la soberbia; y antes de la caída, la altivez de espíritu» (Pr 16:18). Vive como un creyente que comprende que en ninguna parte se cultivó tanto la humildad como en el jardín del Getsemaní y en el calvario.
Escrito por: Yazmín Fernández